Aún recuerdo la primera vez que entré en el despacho del Dr. Hawthorne tras su misteriosa y repentina desaparición en el desafortunado incidente del 67. No me había repuesto aún de su pérdida cuando me ví obligado casi por un instinto animal y primigenio a desempolvar los antiguos y ajados volúmenes de su extensísima biblioteca en busca de respuestas. Como individuo enclenque y alérgico al polvo que soy debo admitir que no fue en absoluto tarea fácil y que en más de una ocasión me vi tentado a salir en espantada de aquel lugar que tantos recuerdos evocaba mi mente febril y mi corazón saeteado por la pérdida de mi mejor amigo y maestro.
Sin embargo, en el frenesí de la búsqueda, entre desvencijados estantes, legajos amontonados y extraños especímenes disecados me topé con algo verdaderamente inusual… algo que cambiaría mi percepción del mundo de por vida.
Cuando posé mis ojos, aún enturbiados por lágrimas, sobre aquella vieja caja de madera de Serbal supe inmediatamente que algo estaba a punto de ocurrir, algo grande, crucial e insondable se estaba moviendo a niveles sutiles que aún no podía comprender, pero que sin duda alguna pude sentir en lo más profundo de mi ser. Al acercarme a aquel artefacto pude percibir un leve rumor brotando de mi interior, una especie de sonido grave parecido al arrullo del agua y que se mezclaba con un rítmico tocar de timbales, un sonido tribal o ancestral, diría yo, y que acompasaba los latidos de mi dolorido corazón.
Abrí aquella caja, sí, muy a pesar del claro aviso de no hacerlo a juzgar por los cierres y cerrojos que protegían su contenido celosamente y lo que encontré en su interior me dejó sin palabras -literalmente- por tres días y tres noches. La grotesca cabeza momificada de tez apergaminada, rudas facciones y enormes orejas me observaba impasible, casi desafiante. Aquel ser, por llamarlo de alguna manera no era para mí, ni creo que para la ciencia de nuestra época, una criatura conocida o previamente catalogada y súbitamente sentí un escalofrío que recorrió mi trémulo cuerpecillo de arriba a abajo. Si bien la visión de la quimérica criatura supuso un verdadero shock para mis – entonces tiernas e inexpertas entendederas- recuerdo que el mayor terremoto para mis esquemas mentales me sobrevino al leer la pequeña cartita lacrada y bellamente manuscrita, indudablemente por mi querido profesor Hawthorne, que acompañaba a aquel bizarro espécimen y que rezaba:
” A ti, querido lector, que has descubierto mi secreto. Si sujetas esta misiva entre tus dedos es porque o bien he muerto o me encuentro en paradero desconocido. No temas, ya estás preparado para la verdad y el círculo se estrecha a cada paso que das. Bienvenido a mi mundo… “